El broche
- Belén Jiménez
- 31 mar
- 3 Min. de lectura
Actualizado: 3 abr

El silencio se hizo en el teatro y las luces fueron iluminando gradualmente el escenario. Era el momento preferido de Estela. Esos pocos segundos previos al arranque de la música, cuando todo estaba en calma y la expectación es absoluta. Estela siempre quiso ser bailarina y siempre quiso ser la mejor. Los años de máxima disciplina de su carrera no supusieron para ella ningún sacrificio. Lo tenía claro: iba a ser la número uno. Y ese objetivo estaba cada vez más cerca, gracias a su broche, su mayor tesoro. Lo encontró en un mercadillo en Notting Hill. Era pequeño, plateado y tenía la forma de una orquídea. Lo vio y supo que tenía que comprarlo.
Desde entonces, en todas las actuaciones escondía el broche en algún lugar de tutú y cada poco tiempo lo tocaba asegurándose de que le acompañaba. Al mes de tenerlo, en una audición, fue admitida en la compañía Royal Ballet de Londres. Y tres semanas después, ya era la primera bailarina. Ese amuleto era lo mejor que le había pasado. Después de las actuaciones, llegaba a su pequeño apartamento, limpiaba el broche y lo guardaba en un pequeño cofre esperando la siguiente representación.
Un día, tras un éxito arrollador interpretando a Giselle, Estela llegó a casa y, cuando abrió su bolso para guardar el amuleto vio, que no estaba. Empezó a hiperventilar. Volcó todo el contenido del mismo, revisó su abrigo y su ropa. Nada, había desaparecido.
Estuvo noches sin dormir. Revisó su casa, su camerino… todo. Ni rastro del objeto. Sin él, Estela empezó a recibir reprimendas de sus coreógrafos por haber perdido su elegancia y limpieza al bailar. Ella sabía que era por el broche. Pero el desastre absoluto llego el día que se quedo en blanco en medio del escenario. Tras ese desastre, Estela entró desolada en el camerino. Esto no le podía estar pasando.
De repente, una idea le vino a la cabeza. ¿Y si el broche había sido robado? Había sido cautelosa, pero tenía muchos enemigos. Pensó en Margot, una joven bailarina con una formación muy pulida y su mayor rival en la compañía. Seguro que se lo había robado para molestarla. Siempre había querido su puesto. No podía permitir que descubriese el valor del objeto.
En la siguiente actuación, antes de que Margot y los compañeros llegaran al camerino, Estela untó las suelas de las zapatillas de su oponente con jabón liquido. El espectáculo empezó y en cuanto Margot entró en el escenario, al dar el primer salto resbaló y cayó bruscamente en el foso del teatro. Fue tal la caída, que el espectáculo no pudo continuar y todo el mundo fue a socorrer a la bailarina, quien no paraba de llorar y gritar. Estela aprovechó el caos para volver al camerino y revisar las cosas de su oponente. En el bolso no había nada, pero cuando miró dentro de su neceser, abrió un pequeño costurero de viaje y ahí estaba. Sabía que lo tenía ella.
Estela pasó de la agonía, a la felicidad más absoluta. Recuperó el broche cogió sus cosas y se fue. En el taxi de vuelta echó un vistazo a las notificaciones del grupo de WhatsApp y vio que Margot se había roto una costilla **y torcido un tobillo. Se lo tenía merecido, pensó Estela. Cuando llegó a casa, estaba tan impaciente por guardar su amuleto, que al quitarse el abrigo de un tirón, escuchó un ruido metálico y vio que en suelo había un broche y ella tenía otro idéntico en la mano. Tardo unos segundos en entender lo que había pasado. Era el mejor día de su vida. No tenía un amuleto, tenía dos. Iba a ser invencible.
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