Mea culpa
- Belén Jiménez
- 27 may
- 4 Min. de lectura

Debería ser el día más feliz de mi vida. Lo era, ¿no? Me había pasado meses programándolo todo: la finca, el vestido, los invitados, la ceremonia… Al final estaba ocurriendo. Me estaba casando. Mientras camino hacia el altar, escucho la música que me pasé una noche seleccionando minuciosamente. La verdad es que esta es la música que le gusta a Adrián. A él le gusta el rock. A mí me gustan todas las canciones horteras que se llevan. Las pongo cuando limpio o voy al gimnasio para motivarme. También cuando estoy sola en casa y pienso que soy la estrella de un espectáculo. Él las odia. Así que me estoy casando con música de Led Zeppelin tocada por un violinista mediocre.
Mi tía Paqui me mira sonriente. Me recuerda a Isra, el pelota de mi departamento, que sonríe al jefe como si fuera el mesías. —Qué idea más ingeniosa, boss. ¡Por eso estás donde estás! —El jefe se hincha como un pollo, pensando que es verdad. Vaya par de gilipollas. A pesar de todo, ahí están sentados juntitos e invitados al evento. Porque al final esto se ha convertido en un bodorrio bodorrio. — Tía, no puede faltar una acuarelista en tu boda —me decían mis amigas. —No se te olvide contratar la orquesta de jazz en el cóctel y a un violinista en la ceremonia— El violinista nos ha cobrado un dineral y sabe lo mismo de música que mi sobrina de cinco años. Siempre he oído que los músicos estudian muchos años, pues a este no le ha cundido. Si lo llego a saber, contrato a un amigo que toca el ukelele. Ese sí que es un instrumento original, mono y exótico.
Mientras sigo andando, noto picores en el cuero cabelludo. Es el velo, que es un matacabelleras. Sin embargo, el vestido me encanta. Es blanco, con caída hasta los pies y un vertiginoso escote en uve. Si no fuese por mi suegra, que se empeñó en que llevara el velo, me sentiría más guapa que nunca. Me sigue picando la cabeza. ¿Y si se me cae el pelo después de llevar este armatoste? Seguramente ya no le gustaría tanto a Adrián y tendría la excusa perfecta para dejarme. Eso siempre me ha dado pánico. ¿Se liaría con su compañera Sandra? Siempre me ha dicho que no se llevan bien, pero al final quería invitarla a la boda. No entiendo este tipo de contradicciones. Yo no he invitado a muchos de mis compañeros de la universidad, con los que me emborraché miles de veces y me fui de viaje otras tantas, y este tiene la necesidad de invitar a la tía que más odia de su curro a su boda. Ahí está la tipeja, también con un escotazo.
Veo a Adrián mirándome sonriente. Porque me mira a mí, ¿no? No quería casarse y de repente un día va y me lo pide. Me imagino que lo hace por el tema de los hijos. Sabía que la boda me iba a hacer ilusión y que, una vez casados, iba a ser más fácil presionarme para tenerlos. Uf, no puedo con eso de ser madre. No me veo. Tengo una amiga que ha perdido el norte. Después de ser madre, ha entrado en la crisis de los 40 y ahora su Instagram parece el de una adolescente salida con cara de señora. Es de lo más decadente. No entiendo esa manía que tiene la sociedad de culparnos por no querer pasar por ese sacrificio en vida. Los hijos te hipotecan para siempre y no son garantía de una vejez feliz. Se lo dije a Adrián desde el principio cuando empezamos a salir hace ya diez años.
Parece que está contento, pero seguro que sigue preocupado por su madre. Remedios es Lucifer reencarnado en una señora dulce y pizpireta que te suelta las mayores atrocidades que se le pueden decir a alguien sonriendo como una beata. No la ves venir. Cuando la conocí, con una deslumbrante sonrisa me dejó la autoestima por los suelos de un plumazo. —Vaya, Adrián. Me alegro de que hayas dejado de salir con chicas delgadas— Durante los diez años de relación, se ha encargado de dejarme claro que no cumplo con las expectativas que tenía previstas para su hijo. —Le das demasiada importancia a tu trabajo y te vas a arrepentir. A un hombre hay que darle hijos para retenerle y tú ya tienes una edad, querida. A ver, que mi Adri te quiere, pero fíjate la cantidad de chicas jóvenes que hay en su trabajo. —Esto me dijo la muy bruja a dos días de mi boda, mientras tomábamos un té y una tarta en una cafetería. Después de eso, ¿cómo la iba a avisarla de que la tarta llevaba pistachos? Le venía bien pegarse un buen susto. Además, Remedios siempre llevaba esas inyecciones de adrenalina que se chutan los alérgicos, ¿no? Pues parece ser que esa tarde de compras decidió no llevarla. Cuando vi que se le hinchaba la cara y no podía respirar, me di cuenta de que el tema se me estaba yendo de las manos. Así que la señora sigue hospitalizada y, como siempre, ha conseguido acaparar el protagonismo.
Pensé en decírselo a Adrián, pero ¿de qué serviría? Así que llego junto a él, le doy un beso y cojo su mano.
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