El entrenador
- Belén Jiménez

- 1 sept
- 3 Min. de lectura

Son las ocho de la mañana. Otra noche con insomnio. Cada vez me cuesta más dormir.
No paro de escuchar como un goteo. No sé de dónde viene, pero no para. Me preparo
solo un café. Me da igual si desayuno o no. Solo pensar que tengo que volver a escuchar
esos gritos y quejas, siento esa presión en el pecho y me cuesta respirar. Iba a ser un
trabajo temporal, entre que acababa INEF y encontraba algo de lo mío como tenista. Sin
embargo, llevo ya nueve meses entrenando al Club de Fútbol Infantil de Monteclaro.
Empecé con mucha ilusión. Me encantaban los críos. Tengo sobrinos. Había diseñado
una estrategia para ponernos en una posición competitiva en la liga de colegios privados
de la zona. También había analizado a los integrantes del equipo que iba a entrenar y a
la competencia. El primer día que conocí a los chavales, me cayeron bien. A ver...
Jugaban pésimamente. Eran lo más torpe que había visto en todos mis años de
deportista. Ninguno de ellos tenía ningún futuro ni en fútbol ni en ningún otro deporte.
Pero los modestos objetivos que me había marcado como entrenador los podíamos
alcanzar.
Ya ese primer día pude atisbar lo que iba a provocar mi declive profesional y personal:
los padres. A la salida del entrenamiento, me vi rodeado, a lo mesías, por un grupo de
mamás y papás sonrientes que estaban impacientes por conocer al nuevo entrenador.
Tras presentarse y recitarme los cargos en inglés que desempeñan en sus empresas, que no conozco y me importan una mierda, propusieron hacer un grupo de WhatsApp.
Nunca debí aceptar. Todos los días, cuando me levanto, me arrepiento de esa tonta
decisión.
Esa misma noche, había más de 100 mensajes en el grupo plagados de propuestas,
stickers y pullazos entre los padres. También había unos diez mensajes privados. Que si
mi hijo es una PAS; que el anterior entrenador me dijo que mi niño es el próximo
Cristiano Ronaldo; que el psicólogo me ha recomendado que mi hijo salga siempre a
jugar desde el principio, etc. En estos nueve meses, no tengo un solo recuerdo de mi
vida cotidiana sin escuchar una alerta de notificación.
La catástrofe inicial llegó en el primer partido que jugamos. Hice varios cambios de la
plantilla, respecto a la de la temporada anterior. Dejé a uno de los delanteros en el
banquillo y puse en su lugar a otro chaval que nunca salía. También cambié a un central
y al portero. A los cinco minutos sentí que alguien me daba en el hombro. Al girarme,
me encontré con una cara enrojecida.
—¡Pero tú estás tonto! ¡Has dejado a mi hijo en el banquillo!
—Todos tienen derecho a jugar, Ramón —le contesté pacientemente.
—¡Pero piensas que esto es una ONG, niñato! ¡Como mi hijo tenga el más mínimo
trauma, me voy a encargar de que te vayas a la puta calle!
Esa fue la primera vez. Lamentablemente, hubo muchas más. Y no solo han sido insultos
durante los encuentros: amenazas, quejas a mis superiores, llamadas nocturnas… Al mes
de trabajar, ya tenía un cuadro de ansiedad. He bloqueado a más padres que exnovias
de Tinder. Pero da igual, siempre encuentran la forma de llegar a mí.
Y eso nos lleva al presente. Último partido de la temporada. No hemos ganado ni uno,
pero es que son pésimos. Sus padres ya han pedido mi cabeza. Lo mandaría todo a la
mierda, pero necesito el dinero. Fiel a mis principios, mantengo mi estrategia. Por
supuesto, perdemos.
Intento ser rápido, pero el puto Ramón me intercepta en el parking. Viene a pegarme.
Lo sé. Tratando de huir de este psicópata, no veo venir el coche que surge de la nada.
Estoy en el hospital. Tengo dos costillas rotas y también me tienen que operar la tibia.
—Vas a tener una baja larga, chaval. Lo siento —me dice el médico. Me pongo a llorar
de alegría y por fin caigo dormido durante horas.
_edited.jpg)


Comentarios